lunes, 29 de mayo de 2017

TRAVESURA KUNDERIANA


 [Adam Thirlwell, Estridente y dulce, trad.: Aleix Montoto, 2017, Anagrama, págs. 377]

            Cuando apreciamos la obra creativa de un escritor, como me ocurre con Thirlwell, pasamos a admirarlo aún más si, además, ha sido capaz de plasmar por escrito su visión de la literatura y el arte narrativo en el que aspira a dejar huella. Hace dos años se publicaba el ensayo La novela múltiple, donde Thirlwell elaboraba un canon singular de autores afines (Sterne, Gadda, Flaubert, Gombrowicz, Hrabal, entre otros) y razonaba sus excéntricas preferencias con argumentos inapelables.
Pese a ser un escritor joven educado en las ortodoxas convenciones de Oxford, Thirlwell da pruebas sobradas de una inteligencia analítica y un brillo estilístico nada convencionales. Tiene buenos maestros. El primer heterodoxo en oficiar de tal para este niño prodigio de la literatura inglesa fue Kundera. Este le regaló nada más nacer un ejemplar dedicado de todos sus libros pero muy especialmente de “El arte de la novela”. Leyéndolo con provecho, Thirlwell aprendió a desarrollar una lucidez y sutileza abrumadoras en la observación de la conducta humana, la cómica comedia de los sexos y los equívocos existenciales. Sterne ofició en segundo lugar, pero con tal exuberancia que permitió al “niño terrible” practicar la digresión juguetona y la maliciosa alusión sexual con la misma vivacidad inteligente. Hasta la novedosa aparición estética de la violencia en esta intensa novela del autor recibe un tratamiento kunderiano o sterniano de divagaciones incisivas y disecciones punzantes.
Como Thirlwell escribiera sobre Sterne y la memorable Tristram Shandy en su maravilloso ensayo sobre la multiplicidad novelesca: “El tema más serio de todos es el sexo…El deseo es la monomanía universal. Es donde se revela cada día el caos del cuerpo y el alma, la catástrofe del yo”. De esto trata literalmente Estridente y dulce, su tercera novela. Del caos y la convulsión en que viven sumidos los cuerpos revueltos y las almas volátiles de los jóvenes del siglo XXI y de la catástrofe egoísta que convierte al persuasivo protagonista en un narrador de su tiempo, un cronista de la debacle moral en curso.
Más allá de críticas superfluas, la sofisticada ficción de Thirlwell se sitúa a años luz de la de sus colegas de generaciones anteriores (Ellis o Welsh). Como en su primera novela, Política, las complejas relaciones de pareja vuelven a constituirse en instrumento de reflexión sobre el deseo ideológico de cambiar el mundo y la vida, realizando la utopía cotidiana de reinventar el amor. Las gozosas páginas del libro rezuman sexo libérrimo remezclado con símiles ingeniosos y estilizada sintaxis hasta producir una sobredosis de agudeza mental.
Los tríos promiscuos, los amoríos fugaces, el sexo venal, los deseos libertinos y todas las variantes circenses o acrobáticas de la atracción entre cuerpos se suceden en la orgía perpetua de la escritura de Thirlwell como silogismos en la demostración de una verdad aplastante: la absoluta imposibilidad en el mundo contemporáneo, tan saturado de promesas de gratificación infinita y placeres fáciles, de alcanzar la felicidad sin hacerle daño a alguien o, aún peor, hacérselo uno mismo.
Dice Thirlwell que nunca habría escrito esta originalísima novela si no hubiera leído antes la obra completa de Proust. Era la asignatura pendiente de su magnífico tratado. Para hacer creíble la reivindicación de la literatura y la inteligencia narrativa emprendida en Estridente y dulce, se requería la recuperación del tiempo perdido de esa lectura crucial. Así lo anunciaba, como predicción agónica, al final de La novela múltiple: “Porque esta nueva condición mundial no era, pensé, la muerte de la literatura. Nunca lo es. Solo era la muerte de un tipo de literatura anterior”.

viernes, 26 de mayo de 2017

NUEVO HUMANISMO


[Santiago Alba Rico, Ser o no ser (cuerpo), Seix-Barral, págs. 383]

Vivimos tiempos difíciles. Tiempos en los que parece más fácil pensar que actuar, aceptar la realidad tal como se presenta que intentar cambiarla desde una posición crítica. Pensar nunca ha sido una tarea fácil pero la tradición de la izquierda que nace del pensamiento marxista hizo de la obligación de analizar la realidad un imperativo de transformación radical. Ninguno de los productos de esa transformación resultó convincente, sin embargo, siendo el fracaso estrepitoso de todas las revoluciones comunistas una excusa perfecta para la perpetuación de un sistema de gestión de la realidad tan eficaz como el capitalista.
Este ambicioso ensayo de Alba Rico parte del reconocimiento realista de todos los obstáculos que se interponen al pensamiento y a la acción en un tiempo dominado por el conformismo conservador en todos los ámbitos de la vida. Alba Rico aspira a transfigurar la intelección del mundo en una fiesta para los sentidos y la inteligencia donde no cabrían ni el pesimismo a ultranza ni el optimismo ingenuo. No es un pensamiento, por tanto, que se funde en candores sentimentales ni en los valores rancios de un humanismo trasnochado.
El discurso de Alba Rico pivota sobre tres convicciones: una, la izquierda debe abandonar la idea de revolución ya que el agente revolucionario de la historia es el capitalismo, que convierte la cultura, la tradición y la memoria de los hombres y las mujeres en una tabla rasa sobre la que cimentar su ideario puramente económico; dos, el cuerpo nos hace fieramente humanos y ese cuerpo se constituye del entrecruzamiento de la carne con el lenguaje, la historia y la tecnología, tres dudosos aliados que nos fortalecen y debilitan por igual y a los que hay que mantener vigilados; y tres: preservar el cuerpo mediante un combate encarnizado con todo aquello que pretende librarnos de él y de su relación múltiple con el mundo es el combate político fundamental al que se enfrenta hoy la especie humana.
Este nuevo humanismo radical de Alba Rico parte de algunas presuposiciones que pueden parecernos simples en un primer abordaje, pero a medida que avanza su desarrollo descubrimos no ya la solidez de sus argumentos sino la necesidad de movilizarlos para pensar con justeza este período crítico de la historia. Como en un cuento de hadas, a los que es tan aficionado el autor como expresión del acervo popular, el cuerpo debe defenderse de todas las asechanzas que proceden de una ideología ultraliberal y tecnócrata que desea, sobre todo, erradicarlo de la experiencia real y dejarlo atrás como un residuo malsano o un lastre inútil, una vez que el horizonte de la fuga tecnológica se ponga al alcance del cerebro de los humanos.
De todos modos, Alba Rico no puede evitar incurrir en mixtificaciones intelectuales, como su crítica algo precipitada al poshumanismo nietzscheano del filósofo Nick Land, mucho más incisivo y menos cómplice del capitalismo de lo que piensan algunos detractores, o su creencia visceral en que la familia nuclear, la maternidad compartida, la feminización universal o la lectura doméstica son poderosos instrumentos de resistencia a la fuerza devastadora del capitalismo y su mitología publicitaria.
El conservadurismo antropológico defendido a conciencia por Alba Rico, una idea tradicional de lo humano configurada a partir del cuerpo antiguo en que vivimos y somos, es menos congruente de lo que él sostiene con la revolución económica e institucional que también postula. Y esa es la más apasionante dificultad que nuestro tiempo opone al pensamiento si este no es capaz de dar el salto más allá de lo humano.

miércoles, 24 de mayo de 2017

MUNDO AL REVÉS


En un gran televisor, hasta las primarias socialistas parecen la Revolución rusa.

El escritor no se sorprende de nada. Es el mundo, más bien, el que está sorprendido de que sigan existiendo individuos que prefieren escribir a realizar cualquiera de las atractivas actividades en que se entretienen sus semejantes. El mundo es así, una caja de sorpresas para tontos, nadie quiera cambiarlo sin tener una alternativa seria.
Cuando el mundo le aburre, el escritor enciende la televisión. Visto en una pantalla curva de 65 pulgadas, el mundo adquiere una transparencia total. El tamaño del dispositivo importa. Así que el escritor se pasa la vida escrutando el pantallazo donde las menudencias se transforman en acontecimientos planetarios.
Fue ahí donde se enteró de que existían las “primarias” en un partido más partido que nunca. Tres eran tres los candidatos que se disputaban con gárrula agresividad la candidez infinita de sus militantes. Una marioneta malhablada que se creía dueña de las siglas en liza y aspiraba a desflorar la rosa emblemática con la rudeza de su puño. Un guaperas de barrio madrileño que pretendía liderar la próxima revolución fallida de la izquierda guay. Y un plomizo mediador vasco interpuesto para mitigar el ardor guerrero que amenazaba con provocar una úlcera acelerada en la entrañas del partido. Tras la desazón electoral, la califa andalusí redescubre el encanto natural de las fronteras de su reino de taifa mientras el doncel Sánchez cabalga de nuevo como un comunero al frente de la tropa rebelde.
Cuanto más pontifique Iglesias desde el púlpito de la indignación de la Puerta del Sol menos podrá evitar que los malvados votantes de Rajoy se multipliquen como los peces evangélicos por miedo al escozor podemita. Si quiere gobernar algún día, aunque sea en coalición precaria, Iglesias no debería hacer tantas proclamas a la patria bolivariana. Patria y patraña son sinónimos políticos buenos para el PP y malos para sus antagonistas. Un politólogo debería saberlo mejor que el vetusto escritor que lo tildó de falangista. Qué insulto a la inteligencia.
Tampoco es inteligente aparecer en televisión para reivindicarse homosexual, como hace un tal Alegre, y acusar a las mujeres de ser ligonas apocadas en comparación con los hombres gays, hombres lobo para otros hombres. Eso es alegría fálica de envergadura y no el desfile de misiles en Corea del Norte. En otro canal, el superhéroe Assange contraataca, el villano Putin maquina y la familia Trump prosigue su ronda arábiga vendiendo la marca Ivanka como fantasía venérea para jeques en jaque.
Si no es un anticuado, los múltiples canales televisivos ofrecen al escritor una imagen del mundo como nunca imaginaron sus precursores más ingeniosos. Y si, además, te anuncian la emisión simultánea de la tercera temporada de “Twin Peaks” de madrugada, cuando todo el vecindario esté teniendo pesadillas con el programa fiscal del vencedor socialista, te ahorras una buena pasta en somníferos. 

lunes, 22 de mayo de 2017

ETERNO RETORNO DE TWIN PEAKS


Yo también, como cuenta Nacho Vigalondo en este estupendo libro, lo primero que vi de Twin Peaks fue el falsario episodio piloto en su versión para el mercado europeo. Lo encontré en agosto del 90 en el anaquel de novedades del videoclub Casablanca, mi favorito de entonces en Málaga. Un cartucho de vídeo caído directamente de Tlön o de Uqbar, o de cualquier otro remoto mundo concebido por la imaginación humana en estado delirante, para confundir todas las categorías kantianas y los límites cognitivos y/o estéticos de la (meta)ficción televisiva. Lynch acababa de ganar la Palma de oro en Cannes por Corazón salvaje y estaba en el pináculo de la gloria cinematográfica y televisiva al mismo tiempo, tras el exitazo americano de la primera temporada de Twin Peaks. Ya después, en su estreno español, tuve ocasión de comprobar todos los infundios y las falacias que el piloto manipulado inducía a pensar. En este oportuno libro, hay de todo, como suele decirse, y muy bueno: desde viajes ególatras al confín de la provincia mental de algunos de sus autores, en intersección más o menos previsible con el territorio cartografiado de la serie, hasta lúcidas aproximaciones a Lynch y a sus diabólicas criaturas de la América profunda. Su lectura íntegra, en el orden aleatorio que se prefiera, es más que recomendable, antes y después de asistir a la resurrección digital de la teleserie más famosa e influyente de los grandiosos noventa… 


[VV. AA., Regreso a Twin Peaks, Raquel Crisóstomo y Enric Ros (eds.), Errata Naturae, 2017, págs. 305]


David Lynch va a la televisión y la cambia y nos cambia.
-G. Cabrera Infante-

Ahora que Twin Peaks reaparece en televisión, vamos a ser honestos. Quien había padecido la perturbación emocional y el vértigo estético de Eraserhead y Terciopelo azul no podía sentir ante las imágenes de Twin Peaks un estremecimiento nuevo. La revolución de la serie no residía tanto en las imágenes como en el trabajo de las imágenes en la mente del espectador televisivo aposentado en su espacio doméstico.
El fan de Lynch asistía entonces a ese momento culminante de la carrera de su artista admirado en que este decide universalizar su arte, hacerlo asequible a una audiencia mucho más vasta de espectadores comunes. Esa fue la primera razón de su éxito y también de su fracaso. Twin Peaks conoció a ambos impostores con igual contundencia. En la primera temporada, estrenada en la primavera de 1990, un artista raro y singular como Lynch alcanzó un grado de popularidad infrecuente. Durante la segunda, emitida con perniciosa discontinuidad en la temporada 1990/91, Lynch padeció un linchamiento condigno del encumbramiento previo.
El malentendido había consumado su obra maestra convirtiendo a Twin Peaks en el precedente de las teleseries más amadas y odiadas de nuestro tiempo, esas mismas que se convierten en un ambiguo culto religioso que solo se puede actualizar mediante el visionado en bucle de sus episodios y temporadas.
Para exorcizar la influencia funesta de ese fracaso, Lynch no pudo sino escenificar un regreso al lugar infernal en que se había quedado atrapada la serie y él mismo como creador en el episodio final de la segunda temporada. No tardó mucho en planificar su venganza cinematográfica contra el medio televisivo y el público adicto a sus emisiones cotidianas. Twin Peaks: Fuego camina conmigo no era otra cosa que una maléfica vuelta de tuerca al mundo original de la serie y a sus falsas expectativas de normalización artística.
No entiende nada de Lynch quien no se enfrente al dilema de un artista de vanguardia que es al mismo tiempo un creador genuino nutrido por la mentalidad bimembre de la cultura popular americana: atrevida y cursi, obsesiva e ingenua, fetichista y puritana, viciosa y angelical, tenebrosa y radiante. Como lo es Laura Palmer, la víctima propiciatoria en torno a cuyo sacrificio se organiza la trama de la serie y que da sentido con su vida y con su muerte a la visión de América que transmite Lynch.
Todo estaba ya en Terciopelo azul, esa perversa parábola sobre la dialéctica de la bondad y la maldad humanas. En Twin Peaks la historia se expande y ramifica a medida que el espacio se puebla de personajes y de situaciones cada vez más grotescas y delirantes hasta la dislocación de los episodios finales, donde la serie se enreda hasta volverse interminable. La idea inicial de Lynch y de su cómplice Mark Frost, en sintonía con los finales optimistas de Terciopelo azul y Corazón salvaje, no era permitir que la serie concluyera con el triunfo definitivo del mal. La imagen terrible del agente Cooper mirando al sesgo para revelar que el espíritu maligno se ha apoderado de él, tras sus incursiones al otro lado del espejo de la vida y la muerte, es la que torna incierto este regreso de la tercera temporada.
Veintisiete años después, Twin Peaks vuelve a la televisión. Es la ley de Lynch. El eterno retorno de los escenarios y los paisajes, los misterios inexplicables y la materia oscura de la realidad americana. El bucle infinito que anuda las imágenes de la pantalla y las mentes de los espectadores. 

miércoles, 17 de mayo de 2017

NOVELAS CORTAS, IDEAS LARGAS

Rafael Miranda Bello, del diario mexicano Excélsior, me pregunta por mi  novela corta favorita (La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) y me somete a este cuestionario para justificar mi elección.

1. ¿Recuerdas cuándo y cómo fue tu primera lectura de esta novela, hubo alguna circunstancia memorable en ese acercamiento inicial, o quizás más bien ocurrió algo interesante en una posible relectura?

Leída con veinte años, La invención de Morel me deslumbró por su historia. Después la releí para comprender aún mejor los misterios de El año pasado en Marienbad, la película que Robbe-Grillet y Resnais tramaron a partir de la increíble fabulación de Bioy para hacer una reflexión sobre el tiempo y la máquina del tiempo que es el cine. Muchos años después, leída y releída incontables veces, con y sin la ayuda excepcional del filme de Resnais, la considero una de las ficciones más audaces de la lengua española del siglo XX y una de las más inteligentes, cualidad no siempre presente en la narrativa escrita en la lengua de Cervantes.

2. Como escritor, ¿qué te interesa de la obra de este autor en general, y de esta novela en específico?

Bioy me parece un fabulador asombroso, pero en esta novela se supera a sí mismo y a toda la cultura y la tradición literaria de las que proviene. En sintonía con las mutaciones tecnológicas y mediáticas del siglo XX, Bioy urde una trama fundada en las metamorfosis que el cine y la imagen tecnológica iban a producir en nuestra visión y comprensión de la realidad y de los mecanismos mentales con que nos relacionamos con ella. Y, por si fuera poco, lo transforma todo en una historia fantástica sobre un amor imposible.
Por otra parte, el modo en que recicla el relato de fantasmas recurriendo a la ciencia ficción me parece un modelo narrativo muy provechoso en el presente. Por decirlo de otro modo: Bioy utiliza los hallazgos de la novelística de H. G. Wells (especialmente, La máquina del tiempo y La isla del Dr. Moreau) para desplazar los perversos efectos de Otra vuelta de tuerca de Henry James hacia un contexto ya mediatizado por la presencia de un mecanismo de resonancias metafóricas que convierte en simulacros o en hologramas, más que en fantasmas propiamente dichos, los cuerpos filmados de los personajes. No creo, no obstante, que Bioy Casares fuera totalmente consciente de que el resultado de esa hibridación genérica de su escritura novelesca lo acercaba más a Cervantes que a la tradición anglosajona de la fabulación científica.

3. ¿Te identificas o tienes predilección por alguno de los personajes de la novela?

No, precisamente, ningún personaje en particular, o como mucho el inventor Morel, un perverso enamorado de una mujer a la que desea inmortalizar, así como su historia de amor con ella. Pero lo que realmente me fascina de la novela es la invención del mecanismo que proyecta a los personajes en el espacio de la isla, como espejo de la propia narración, cada vez que la subida de la marea la pone en funcionamiento para un espectador que es el narrador y protagonista.

4. ¿Hay algún pasaje o fragmento que te parezca más significativo, y por qué?  

Recuerdo la singular calidad de la escritura de Bioy Casares, adquiriendo un estilo cristalino que confiere a sus imágenes algo próximo a lo que el filósofo Deleuze elogiaba en los cristales del cine de la película de Resnais. Una capacidad para atrapar las circunvoluciones del tiempo en dos dimensiones produciendo imágenes muy poderosas.

5. ¿Dirías que es posible encontrar alguna convergencia o contraste entre tu propia obra narrativa y esta novela?

Sin duda. Sin esta novela de Bioy sería impensable concebir una relación posible con la cultura de la imagen y la tecnología visual que se ha adueñado del imaginario del último siglo, ha permitido abrir la realidad a mutaciones imprevistas, incluyendo nuestra participación en ella, y que yo he tratado de plasmar en todas mis novelas. Pero muy en especial en las tres últimas: Providence, Karnaval y El Rey del Juego, donde he tomado buena cuenta de las lecciones de esta novela de Bioy para incorporar las ficciones mediáticas del cine, la televisión, internet y los videojuegos en dispositivos de ficción altamente literarios.

6. ¿Crees que esta obra ha influido o permeado, de algún modo, en la obra de los escritores de tu generación, y en qué forma?

Imagino que sí, sobre todo en los nacidos a partir de los sesenta y setenta, pero no puedo asegurarlo con obras concretas. Creo que es una cuestión de sensibilidad  a los cambios tecnológicos y al modo en que estos afectan a nuestras concepciones de la ficción narrativa lo que permitiría identificar a los autores y las obras, a uno y otro lado del Atlántico, influenciados por La invención de Morel.

7. Como lector, ¿por qué recomendarías acercarse a esta novela?

Ya he dado muchas razones, pero una que las resuma todas sería esta: en La invención de Morel cabe encontrar el poder de la ficción literaria en estado puro enfrentado a las secuelas de la irrupción de medios de masas como el cine (y hoy, como te decía, la televisión, los videojuegos o internet) que han desafiado su poder de creación y seducción.

8. ¿Qué características o rasgos subrayarías de una novela corta sobresaliente, y qué opinión tienes del panorama actual del género?

Contra lo que pueda parecer, vivimos un gran momento de creación, siempre y cuando sepamos clasificar y seleccionar entre la oferta multitudinaria que hace peligrar el juicio crítico, siempre cualitativo y nunca cuantitativo. Una novela, me da igual su extensión, debe suponer una experiencia que ponga en cuestión todo lo que el lector daba por conocido o reconocido y, al mismo tiempo, suministrarle una gratificación estética e intelectual incomparable. Si no es así, como prefiguró Bioy en su novela, si la literatura no está a la altura del mundo contemporáneo, mejor consumir sin parar películas, vídeos musicales y teleseries o dedicarse a jugar como loco a videojuegos.

9. Por último, ¿cuáles son tus novelas cortas favoritas, o que en cierto sentido consideres importantes?

Por citar algunas novelas influyentes, más o menos cortas, que no aparecen seleccionadas por otros autores: El día de la langosta, de Nathanael West, En las montañas de la locura, de H. P. Lovecraft, Santuario, de William Faulkner, La metamorfosis de Kafka, Las tribulaciones del joven Törless, de Robert Musil, Estrella distante, de Bolaño, El perseguidor, de Julio Cortázar, Cosmópolis, de Don DeLillo, Azotando a la doncella, Robert Coover, Plan de evasión, de Bioy Casares, El Horla, de Guy de Maupassant, La obra maestra desconocida, Serafita, Sarrazine y La muchacha de los ojos dorados, H. de Balzac, La filosofía en el tocador, Sade, El más hermoso amor de Don Juan, Barbey D´Aurevilly, Contranatura, Huysmans, Un corazón sencillo, Flaubert, Cómo me hice monja y El congreso de literatura de César Aira, Otra vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern de Henry James, Don Sandalio, el jugador de ajedrez de Unamuno, Aura y Cumpleaños de Carlos Fuentes, El Aleph de Borges, Reflejos en un ojo dorado de Carson McCullers, Leviatán y Espejos negros, Arno Schmidt…

lunes, 15 de mayo de 2017

VITA FEMINA


[Sarah Waters, Los huéspedes de pago, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, 2017, págs. 607]

Todos recordamos esas hermosas palabras de Nietzsche en La Gaya Ciencia cuando proclamaba que la vida, por su encantadora forma de encubrir su potencial, es una mujer.

Los espectadores de una teleserie como Taboo y los lectores de las novelas victorianas de Sarah Waters y Michel Faber, entre otros, saben que la ficción histórica de nuestro tiempo sirve para volver a imaginar el pasado con sensibilidad contemporánea e introducir en el cuadro de la época todos aquellos elementos que el retrato más convencional de esta excluía o marginaba. Si hay un componente que las narrativas históricas han reprimido o ninguneado por sistema es la homosexualidad, masculina o femenina, y la diversidad sexual en toda su magnitud.
Además de una gran novelista, Sarah Waters, como muestra su tesis doctoral (“Pieles de lobo y togas: la ficción histórica lésbica y gay desde 1870 hasta el presente”), es una experta académica en estas delicadas cuestiones y no es casual que haya elegido la forma de la novela histórica para desviarla o pervertirla con objeto de reelaborar la visión heredada del pasado en clave lésbica, es decir, subrayando los signos del deseo femenino en su expresión más libre y transgresora respecto de los códigos de la cultura patriarcal, como lo hiciera Patricia Highsmith en El precio de la sal (aka Carol) explotando los húmedos recursos del lesbian pulp.
Así ha sido en todas sus novelas, con especial brillo en El lustre de la perla y Falsa identidad, y así vuelve a ser en la más reciente producción de su factoría fantástica. Como decía Waters en su tesis, las décadas transcurridas entre las dos guerras mundiales fueron especialmente importantes para la subcultura lésbica de Europa y América, tanto para adquirir visibilidad como por la reacción negativa contra ella.
Los huéspedes de pago se ambienta en 1922, seis años antes de que se publiquen dos grandes clásicos de la novela lesbiana: la escandalosa y prohibida El pozo de la soledad de Radclyffe-Hall y la canónica Orlando de Virginia Woolf. Ambas novelas surgen de las tortuosas experiencias de sus autoras. El apasionado amor de Virginia por la fascinante Vita Sackville constituye un paradigma de los peligros y conmociones vitales derivados de un deseo despreciado por la mentalidad puritana. La culpabilidad aneja a la transgresión del tabú condujo, incluso, a la romántica Radclyffe-Hall a atribuir al sexo lésbico la carencia de placer.
Waters ha tenido en cuenta todos estos antecedentes al tramar con maestría una novela donde el amor que surge entre dos mujeres jóvenes (Frances y Lilian) a las que todo opone en la vida le permite recrear un cuadro ambicioso y crudo de la época. Historia pasional regada con un gozoso erotismo femenino, de una parte, y, de otra, historia criminal con investigación policial y juicio incorporado, Los huéspedes de pago conjuga el antagonismo freudiano del Eros y el Tánatos con realismo escalofriante.
De manera enciclopédica, Waters no deja escapar ninguno de los motivos que el período social y la mentalidad dominante le brindan: las secuelas bélicas en los jóvenes, los rigores fúnebres del matrimonio y la maternidad, la familia represiva, el adulterio y el aborto, el crimen como consumación de unas relaciones de clase y poder abocadas a la violencia y la frustración.
Como era lógico, Waters engrasa su perfecto mecanismo narrativo con una revisión crítica de los roles femeninos, rehuyendo con inteligencia la tentación del idilio y la idealización, en un mundo donde comenzaba a manifestarse la complejidad moderna de los afectos.
Con todo, el recurso novelesco más seductor reside en la expresión de la vida del cuerpo. La prosa de Waters destila sensualidad y demuestra que imprimir el sesgo femenino en la escritura requiere de una jugosa plusvalía de sensaciones íntimas que hagan vibrante el relato de la vivencia que rebosa carnalidad, placer y exuberancia emocional. 

viernes, 12 de mayo de 2017

AMERICANA


No existe una sola América sino muchas. Una entidad plural, ramificada y contradictoria que se multiplica al infinito en la galería de espejos de la cultura de masas y se refracta y fragmenta en el cerebro de los consumidores de cine, literatura y televisión tanto como en los de sus intérpretes más avezados. No conviene reducir América a una realidad territorial. Quizá la verdad del escenario americano haya que encontrarla en otro lugar, en una pantalla de cine o televisión, desde luego, y entre las páginas de algunos libros. Un ente más mitológico que real, más imaginario que realmente percibido, menos localizado en un espacio geográfico definido por categorías sociales y políticas que en un continente ilimitado e inabarcable que reside en las saturadas mentes de los ciudadanos de la megalópolis global, más atentos a los últimos productos aparecidos en todas las pantallas de los dispositivos puestos a su alcance que en comprender críticamente el designio de ese consumo ferviente y masivo. En cierto modo, América somos todos, lo reconozcamos o no de forma abierta, y en el escenario americano, guste o no a los críticos del sistema, se dirime una parte decisiva de los conflictos esenciales que caracterizan a la vida humana del siglo XXI.

“La cultura americana, al revés de la europea,  se caracteriza por no haber pasado por los valores y gustos de la burguesía… La cultura americana, en lo que tiene de específico, se situaría así entre lo primitivo y salvaje y el simulacro más sofisticado. De ahí su fascinación, tanto en los productos de alta cultura como en los de la cultura de masas, donde reside una parte importante de su fuerza mundial. Es por eso que la búsqueda de obras de arte y espectáculos cultivados me ha parecido siempre fastidiosa y desplazada. Una marca de etnocentrismo cultural. Si es la incultura lo que es original, entonces es la incultura lo que hay que captar. Si el término gusto tiene un sentido, entonces nos ordena que no exportemos nuestras exigencias estéticas allí donde no tienen nada que hacer… La banalidad, la incultura, la vulgaridad no tienen aquí el mismo sentido que en Europa”

-Jean Baudrillard, Amérique (pp. 98-99; la traducción es mía)- 


[Manuel Vilas, América, Círculo de Tiza, 2017, págs. 215]

Este no es un libro sobre América ni sobre los americanos. Este es un libro de Vilas sobre Vilas mirando y admirando una América que entiende y no entiende, dándose de cabezadas contra un muro de opacidad y ruido que no es todavía el de Trump pero se le parece en lo esencial. Es el libro de un poeta español que viaja por una América excéntrica y que habla consigo mismo sobre lo que ve y sobre lo que vive sin dejar de pensar que es español y poeta y que esa doble condición impone su marca expresiva y existencial en todo cuanto toca.
El viajero Vilas es plenamente consciente de pertenecer a la tribu itinerante de los marginales y los minoritarios de la cultura, a pesar de la inteligencia y agudeza de sus juicios y percepciones, y a la raza de los oscuros, los parias de la tierra, esos pueblos meridionales a quienes Estados Unidos atrae y repele, por sistema, con la misma fuerza fatal con que el fuego atrae a la polilla. El muro ciclópeo de Trump es el muro del miedo y el odio, como reconoce Vilas, erigido con saña contra quienes no pueden evitar sentir la atracción casi sexual de esa utopía realizada que es América para sus mestizos habitantes. Esta es la gran originalidad del país llamado América: ser el único paraíso en la tierra que posee todos los atributos del infierno.
Los viajes de Vilas por la América profunda, o por sus urbes más rutilantes, son como un interrogatorio paródico a una realidad inmensa cuyo misterio final es indescifrable para la inteligencia. Es el misterio de las superficies y las cosas instaladas en su banalidad artificial, el secreto insondable de la esfinge americana: el misterio de los restaurantes y los coches, las carreteras rurales y las ciudades inexistentes, los ríos anchos y caudalosos, el resplandor de los hoteles y las comidas copiosas, los escritores antiguos y los cantantes populares, Warhol, los Walmart y los Simpson, las hamburguesas y la Coca-Cola, las casas prefabricadas y los sótanos repletos de residuos siniestros y malolientes.
La América de Vilas es una vibrante colección de recuerdos e impresiones, sensaciones e instantáneas que el viajero va registrando con prosa ingeniosa para que el lector pueda viajar con él, sentado en el peligroso asiento del copiloto. Al viajero Vilas todo en la construcción cultural americana, tan primitiva y salvaje como sofisticada, le provoca curiosidad morbosa y comentarios ocurrentes y con la misma energía verbal con que penetra en las menudencias triviales que le salen al paso se entromete en el gran bucle de la literatura americana.
Mientras viaja por América, a Vilas, como en libros anteriores, también le duele España de un modo persistente e incisivo. Ese dolor arraigado en lo más profundo de su yo de escritor le permite decir lo indecible sobre su país. La estafa y la impostura, la miseria y la desgracia del ser español en la historia y en el presente. No hay ocasión en que las analogías críticas no se dirijan con ironía a la madrastra cernudiana a la que culpa con humor de sus desdichas y a la que ama como solo un poeta puede amar a la matriz que le dio la vida. La madre patria del cordero español: “un país previsible o anestesiado, un país con más pasado que futuro, pero con un pasado imprecisable y oligarca, siempre huyendo de la imaginación carnavalesca y de la celebración vulgar de la vida” (es la diatriba entera de Vilas contra España y no solo este breve extracto (pp. 19-20) lo que habría que leer partiéndose de la risa y difundir entre los incrédulos y los fariseos, los mojigatos y los oportunistas, los monaguillos y los trepas, etc.).
Una sola corrección, insignificante quizá, le haría al gran viajero Vilas, yo que viajé mucho a Estados Unidos en los años noventa, me casé en Las Vegas y juré amor eterno a esa ciudad artificial como pocas (y a Los Ángeles y a Nueva York) y en este siglo también viví allí largo tiempo y escribí sobre América una novela excéntrica (Providence). La teleserie Stranger Things no representa tanto la alternativa al modo de vida americano, como dice él y tendremos ocasión de discutir en nuestro próximo encuentro, él sobrio por dentro y por fuera y yo disfrutando de un buen bourbon para variar, como su dimensión oscura y maléfica. Ese reverso tenebroso del que el gran cineasta David Lynch ha creado una fantástica cartografía en imágenes. 

miércoles, 10 de mayo de 2017

JARDÍN FRANCÉS


Un jardín francés es un espacio presidido por la majestad del orden geométrico. El jardín inglés, en cambio, lo rigen las emociones primarias, los paisajes pintorescos y la nostalgia artificial. En un jardín francés, la vegetación se clasifica por tamaños y formas constituyendo un suntuoso modelo de organización cartesiana de la realidad. La racionalidad no es belleza, pero si es eficiente termina resplandeciendo como la luz del sol. Este es el modelo ideológico de Emmanuel Macron, el nuevo Napoleón del Elíseo.
En Francia mandan las élites y Macron se ha erigido en su líder novelesco renovando el pacto de modernidad que convirtió al país en una potencia mundial en la posguerra, cuando los principales estamentos del poder y la industria se aliaron para crear una tercera vía más ilustrada entre el capitalismo americano y el comunismo soviético. Con altos y bajos, Francia ha sido desde entonces un Estado tecnocrático eficaz dirigido por la todopoderosa razón y la inteligencia matemática de sus élites. Francia no podía caer en las manos ineptas del populismo identitario sin arruinarse. La tecnocracia francesa es la gestión de altos funcionarios formados en grandes escuelas mientras el lepenismo solo representa el movimiento reactivo de los que se sienten aplastados por las élites. Y Macron, filósofo antes que financiero, presidirá una Francia hipermoderna que apuesta por consumar su destino tecnológico en la era digital.
Los que juegan sucio con su nombre no comprenden que Macron no es un apellido común sino un acrónimo. Siglas de un ente corporativo que nadie sabe descifrar. Su ambiguo programa está diseñado como síntesis política para gustar a todo el mundo excepto a los populistas. La incertidumbre cuántica de su ideario permite que se le pueda considerar de izquierdas o de derechas según la perspectiva del observador. Tras el semblante mediático de Macron se oculta un histrión maquiavélico instruido por su mujer desde la adolescencia para seducir con sus maneras eclécticas a unos votantes hartos de pugnas espurias entre partidos amortizados.
El mustio Mitterrand fomentó el Frente Nacional para debilitar a la derecha gaullista. Es un signo propicio de los tiempos que el partido socialista y sus rivales históricos fracasaran en estas elecciones a la vez que el lepenismo descubría sus límites. Francia solventa así los desaguisados del siglo veinte y se instala en el veintiuno, procurando una lección política al mundo occidental.
Todo esto me cuenta el domingo frente al mar un cónsul retirado para convencerme de solicitar cuanto antes la doble nacionalidad. Si Macron gobierna con inteligencia, podría salvar la democracia tricolor y destruir a la chusma fascista. El viejo cónsul recupera el orgullo patriótico silbando “La Marsellesa” mientras el día se apaga como un candelabro versallesco hasta dar paso a la noche. En el cielo vacío se perfila ya el ascenso de la influyente constelación Macron. 

lunes, 8 de mayo de 2017

TRANSPARENCIA TOTALITARIA


Se ha estrenado este fin de semana una adaptación cinematográfica (El Círculo, James Ponsoldt, 2017) de esta fascinante novela homónima de Dave Eggers, sobre la que escribí hace tres años la crítica que publico aquí de nuevo. Aún no he visto la película, pero dudo de que alcance el nivel creativo del original. Quizá el formato narrativo de una teleserie (modelo ejemplar: Billions) hubiera sido más eficaz a la hora de transformar su compleja trama en imaginario audiovisual. El crítico de Fotogramas Fausto Fernández, sin apreciar ni despreciar en exceso la película, califica de “ambigua” la novela de Eggers. No hay nada nuevo ni extraño en ello. Al contrario. Toda novela genuina lo es. Toda novela genuina es un dispositivo inteligente que piensa en dos direcciones al mismo tiempo. Así El Círculo respecto de la tecnología y la economía (y la política y la sociología y la psicología) de la tecnología…

[Dave Eggers, El Círculo, Random House, trad.: Javier Calvo, 2014, págs. 445]

Un thriller terrible que ha seducido a los lectores norteamericanos con un escenario de pesadilla a la altura de sus miedos más acendrados sobre las secuelas de la era digital…

El nuevo mal es la transparencia total. George Orwell, inventor del concepto, nunca hubiera imaginado que el Gran Hermano de 1984 (una alegoría infernal del totalitarismo estalinista) podría algún día transformarse, gracias a la tecnología televisiva y el desarrollo del mercado capitalista, en un entretenimiento de masas, un espectáculo vulgar de telerrealidad.
Esto fue solo el principio, a finales del siglo veinte. Con la revolución digital las cosas han empeorado hasta extremos inimaginables. Ya no se trata de ofrecerse como carnaza de la televisión basura. Ahora se trata de que todos los datos, la información y las vivencias íntimas de un individuo puedan ser no solo colgados en una nube en la red sino controladas por una corporación planetaria y puestas a disposición de todo el mundo en tiempo real. De eso trata El Círculo, la nueva novela de Dave Eggers, una ficción terrible sobre el totalitarismo digital de las corporaciones tecnológicas y las redes sociales.
La historia es paradójica: una joven insegura y hasta cierto punto bipolar (Mae Holland) es contratada por una corporación tecnológica en expansión imparable (“El Círculo”) con objeto de consumar, mediante estrategias de marketing y publicidad viral, sus designios benéficos de control absoluto sobre el imperfecto mundo. Para realizar sus filantrópicos fines, tanto Mae como la empresa californiana a la que sirve con creciente implicación sentimental, se revisten de todo el aparato de reclamos seductores y proclamaciones consideradas positivas en el contexto de la corrección política y el ideario seudorreligioso New Age.
Todos los proyectos de esta compañía omnímoda implican, en apariencia, un programa progresista: la transparencia individual, los políticos y ciudadanos deben aprender a vivir bajo la atenta mirada de los otros gracias a las cámaras que los acompañan en todas sus actividades diarias o nocturnas, laborales o domésticas, sin posibilidad de desconexión prolongada; la identificación exhaustiva de las personas y sus orígenes familiares y biografías privadas mediante testimonios, documentos y archivos disponibles; y la democracia real, el fin último, mediante la inscripción digital de los votantes y la obligación civil de participar en las decisiones públicas o las elecciones de cargos nacionales y estatales.
Con la maestría e inteligencia narrativas de libros anteriores, Eggers logra que la trama alcance niveles de verosimilitud escalofriante hasta el punto de que todo lo que se cuenta en ella no parezca producto de la imaginación paranoica, ni del pesimismo especulativo, como en Pynchon, sino de la pura constatación de tendencias y mentalidades que conducirían a la implantación del dominio tecnológico de la sociedad sobre los individuos, suprimiendo la libertad y la privacidad de un solo golpe.
En todo momento, la ficción discurre por cauces realistas, incluso cuando el despliegue de las posibilidades de la situación descrita sobrepasa los límites de lo aceptable. De ese modo, Eggers parecería estar dando la razón al Baudrillard que anunció, en plenos años noventa, la instauración del imperio del bien como nueva forma de totalitarismo neutro, inofensivo en las formas e insidioso en el fondo, tan peligroso como el tiburón extraído de la fosa de las Marianas por uno de los líderes del Círculo que se trasmuta, inmerso en el acuario decorativo situado en el atrio de la empresa, en un depredador voraz de criaturas que en el ecosistema marino no constituían su dieta habitual.
Como escribe a Mae un ex novio que rechaza con radicalidad el mundo creado por las manipulaciones demagógicas del Círculo: “Tu gente está creando un mundo de luz diurna omnipresente y creo que esa luz nos va a quemar vivos a todos”. 

miércoles, 3 de mayo de 2017

HAMLET NONATO


[Ian McEwan, Cáscara de nuez, Anagrama, trad.: Jaime Zulaika, 2017, págs. 217]

La literatura británica actual vive un momento sorprendente. Entre las viejas glorias agotadas y las fieras aún por clasificar, emerge una innovadora fauna de escritores de mediana edad que se encuentran entre los más creativos de la literatura europea del momento. Pienso, desde luego, en las grandiosas fabulaciones de David Mitchell, la refinada polifonía multicultural de Zadie Smith, las vastas cartografías posmodernas de John Lanchester, la ficción híbrida de Tom McCarthy, el imaginativo historicismo lesbiano de Sarah Waters y la hilarante sátira kunderiana de Adam Thirlwell, pero también en las ingeniosas gamberradas de Stewart Home y Lars Iyer.


Cuando un novelista se divierte, todos los lectores deberían aplaudir. Y cuando el novelista, además, se divierte jugando a placer con una obra fundamental del canon literario occidental, los lectores deberían vitorear su nombre. Este es el caso de esta estupenda novela de McEwan, un jugador de élite en el competitivo mercado internacional de la literatura.
McEwan se apropia de “Hamlet”, el texto shakespiriano más sobrecargado de lecturas y connotaciones, para transformarlo en una comedia grotesca narrada por un feto infectado de verborrea y logomaquia, como su modelo teatral. McEwan manipula al muñeco que asiste a la peripecia novelesca desde una posición de privilegio biológico como un ventrílocuo con artes aprendidas del maravilloso mago de Avon.
No es el primer feto narrador de la historia de la literatura, aunque sí el primero que toma en cuenta las teorías más avanzadas sobre genética y neurociencia. Conviene recordar que el heterodoxo español Antonio Enríquez Gómez publicó en 1644 un libro satírico titulado “El siglo pitagórico”, donde la voz narrativa transmigraba al cuerpo en gestación de Don Gregorio Guadaña para relatar su vida con perspectiva picaresca. Y en 1992, Carlos Fuentes publicó “Cristóbal Nonato”, una de las novelas más inventivas del siglo XX, donde el feto omnisciente era capaz de abarcar todos los tiempos de la historia mexicana y de sus aventureros padres antes de nacer y sumirse en la amnesia absoluta.
El año Shakespeare amenazaba con ser una conmemoración soporífera, plagada de vacuidad y tópicos, y McEwan se sacó de la chistera del ingenio esta perversión de “Hamlet”. Un “Hamlet” pensado para la era del caos, como querría Bloom: una novela inteligente refinada por la ironía, la misantropía y el humor negro y nutrida por el conocimiento íntimo de la profunda sordidez de la condición humana.
Ya no creemos en dioses ni reyes y la vida se ha sumido, mediando la televisión y las redes sociales, en el reino de la vulgaridad. En ese mundo de triunfante mediocridad, como declara el feto narrador, quizá no merezca la pena nacer salvo para vengar la muerte del padre, un atolondrado poeta londinense con psoriasis, una vez que conoces los pormenores criminales en que se funda la realidad. El severo juicio contra el mundo escenificado por la libérrima voz del feto no perdona a nada ni a nadie: ni a su madre, Trudy, a pesar de la atracción que siente hacia esa veinteañera frívola y sexy, ni al necio nacionalismo de su país (la estupidez del Brexit recibe también su merecido).
El brillante ejercicio de estilo del artefacto, una lección práctica sobre el arte de la ficción y una celebración plena de la literatura, le permite a McEwan liberar variantes impensadas en su característica voz de escritor que han de ser apreciadas como él mismo y su criatura fetal aprecian los sabores del vino francés que riega las venas de la madre asesina y de la novela que los contiene a todos como un útero universal.
Por si fuera poco, el soliloquio del nonato y su sterniana licencia digresiva proponen un flirteo con la metaficción que, sin llegar a la complejidad de “Expiación”, su novela más ambiciosa, sirve para vincular con optimismo irónico el nacimiento del narrador intrauterino con la traumática historia del siglo XXI y conjurar el espectro de la destrucción virtual del mundo.
Y en el trasfondo de todo, la insignificancia cósmica soportando con ironía devastadora el entramado filosófico de la novela: “¿Por qué no, si toda la literatura, todo el arte, todo el esfuerzo humano, no es más que una mota en el universo de las cosas posibles?”.